Thursday, January 31, 2013

 

Libertad, horrible libertad

A partir de la reforma de 2008 a la Constitución, se inicia el proceso de transformación que busca en cada entidad federativa, la implementación del sistema de enjuiciamiento adversarial, al cual se conoce también como Nuevo Sistema de Justicia Penal. De acuerdo con el nuevo artículo 20 constitucional, el proceso penal será acusatorio y oral y se regirá por los principios de publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación. En otras palabras, se pasa de procesos penales en los cuales la parte acusadora tenía el papel principal, al estilo inquisitorial, a juicios en los cuales los adversarios se enfrentan en igualdad jurídica y las pruebas se desahogan ante el juez. No más pruebas ante el agente del Ministerio Público que después eran convalidadas por la autoridad judicial. No más citatorios para ir a declarar ante el MP y esperar sentado a dar los datos personales y mostrar identificaciones. También cambia el sistema en el cual casi toda persona acusada ante el juez debía estar sujeta a prisión preventiva durante el tiempo que se llevara a cabo el juicio. Según determinó la Suprema Corte, a partir de 2016 con el nuevo sistema de justicia penal, casi todas las personas enfrentarán su juicio en libertad, no porque hayan sido declaradas inocentes, sino porque el proceso para determinar su culpabilidad o no, apenas se está llevando a cabo. Lo anterior se desprende del principio de presunción de inocencia, que opera a favor de cualquier persona y exige a la autoridad demostrar la responsabilidad de aquel a quien acusan. De aquí deriva también la prohibición de presentar a los detenidos ante los medios de comunicación para salvaguardar el derecho a la protección de sus datos personales, contemplado en el artículo 16 constitucional, motivo por el cual las instituciones de procuración de justicia empiezan a ser señaladas como autoridades responsables en diversos juicios de amparo. La amplitud de la extensión del derecho a ser presumido inocente, puede llegar a incomodar a quienes enarbolan las ideas de culpabilidad por sospechosismo o culpabilidad por el delito de portación de cara. ¿Se imagina usted a los diarios sin las fotografías de los detenidos? ¿Se imagina a las autoridades sin esas presentaciones que elaboran con esmero? Si algo parece demostrar el Caso Cassez es que a la opinión pública le gusta que sus “presuntos culpables” sean o permanezcan encarcelados. ¿Cómo explicarle que, en el futuro, casi todas las personas acusadas de cometer un delito no serán encarceladas mientras enfrentan su juicio? La Secretaría Técnica del Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia Penal (SETEC) presentó el año pasado los resultados de la Encuesta Nacional sobre el Sistema de Justicia Penal 2012 (ENSIJUP). De acuerdo con ella, frente a la pregunta ¿cuál diría que es el problema más importante que enfrenta el país hoy en día? el 32.2% de las personas encuestadas respondió que era la inseguridad, robos y crímenes; mientras que sólo el 1% contestó que era el funcionamiento del sistema de justicia. La ENSIJUP también indagó respecto de las expectativas que genera la implementación del nuevo sistema de justicia penal. Se solicitó a los encuestados que se pronunciaran sobre diversos aspectos del nuevo sistema y el resultado fue que la segunda causa por la cual estarían en contra del mismo es porque “no se apresará a los acusados de un delito no grave sino hasta que se compruebe su culpabilidad”. La mitad de las personas encuestadas, que habían sido víctimas y habían presentado denuncia, están en contra de eliminar la prisión preventiva pues consideran que los acusados pueden cometer más delitos o sustraerse a la acción de la justicia. Por el contrario, las personas encuestadas que no habían sido ofendidas por un delito apoyan la eliminación de la prisión preventiva, ya que estiman que evitaría castigar inocentes. Además, poco más de la cuarta parte de la población rechaza el nuevo sistema al considerar que es blando con los delincuentes, pues si se repara el daño en delitos menores podrían no ir a prisión. Podemos concluir pues que una gran parte de nuestro país, a pesar de la desconfianza que siente hacia las autoridades, no le gustaría ver en libertad a los acusados de un delito, aún y cuando no se haya probado su culpabilidad ante un juez. Y tampoco le agradaría que salieran en libertad si reparan el daño. Como comentamos la semana pasada, la cultura del castigo está sumamente arraigada entre nosotros.

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¿Castigo o legalidad?

Durante el siglo XIX, después de haber sufrido las guerras intestinas y de intervención extranjera, uno de los principales problemas que seguían aquejando al país era el de la delincuencia, en particular los asaltantes. Debido a ello el Presidente Benito Juárez emitió un decreto mediante el cual autorizaba a los vecinos de un poblado que hubiere sufrido un agravio, a formar un piquete para perseguir y ahorcar a los asaltantes. Cuando Sebastián Lerdo de Tejada toma el cargo de Presidente, modifica el decreto y agrega que antes de ahorcar al asaltante, de entre el grupo de perseguidores debe designarse a uno que fungirá como su defensor. Difícil pensar que esta previsión garantizaría el derecho a una defensa adecuada, sólo imagine usted que una persona que persigue a otra porque la considera culpable de un ilícito, esté dispuesta a defender su presunta inocencia. No obstante, la medida refleja también una preocupación por establecer alguna medida para limitar los excesos del ansia vindicativa. Tal vez sea la influencia religiosa la que ha incorporado en nuestra conciencia colectiva la idea de encontrar al pecador y sancionar el pecado, que en extenso se traduce en ubicar al culpable y castigarlo. Tal vez sea el desarrollo de formas de gobierno tiránicas durante la Colonia y de las instituciones importadas para perpetuar dicho gobierno, especialistas en hallar culpables, como la Inquisición. El caso es que en nuestro país la cultura de la culpabilidad se encuentra sumamente extendida. Con no poca frecuencia, la pregunta que muchas madres hacen al encontrar cualquier cosa que no es de su agrado es ¿quién fue? No se cuestionan qué pasó o cómo pudo pasar, quieren saber quién es el culpable del desastre en turno. Yo no sé ustedes, pero aunque no haya participado, no dejo de sentirme algo culpable, así sea porque me asusta el tono de voz del reclamo, o bien para llenar alguna expectativa de mi interrogador. Esta forma de pensar permea y siempre ha permeado nuestras instituciones de justicia. Quien ha sido interrogado por algún policía, incluidos los de Tránsito, sabe que de forma automática, el rol que le ha sido asignado a uno es el de culpable. Lo mismo ante el Ministerio Público y durante los juicios. La autoridad de procuración de justicia debe pues, procurar culpables y cuando los encuentra, el paso natural para demostrar que es eficiente, es darlos a conocer a la opinión pública. No importa que legalmente no haya iniciado siquiera el proceso penal. La autoridad lo presume responsable y lo presenta así a los medios de comunicación, que hacen otro tanto para difundir la probable culpabilidad. Por otro lado, el público consume este tipo de noticias, que algunos esperan y alientan, ya que así se ha acostumbrado desde hace muchos años. Parece un ritual simbólico, recuperar la seguridad que el crimen desestabilizó, a través de saber capturado al culpable. Así se forma la opinión de que acusar es suficiente para dar por hecho que el acusado es el responsable. El problema es que acusar nunca es suficiente, además hay que probarlo y hacerlo por los medios legales respetando las reglas del debido proceso judicial. En caso contrario, se pervierte el sistema de justicia y se le reduce a mero trámite para que el acusado demuestre ante el juez que no es culpable, cuando se supone que el principio de presunción de inocencia debía de operar a su favor. En los procedimientos penales “brincarse las trancas” siempre da malos resultados. Forzar una confesión, inducir un testimonio o influir un peritaje por parte del Ministerio Público, da al traste con el trabajo del fiscal. Por eso, la legalidad de todos los actos de la parte acusadora es tanto o más importante que la presentación, sea como sea, de un probable responsable, incluso si es el verdadero culpable. Este es el problema que han puesto en evidencia los casos del General Tomás Ángeles Dauahare y de Florence Cassez. En el primero, la PGR construyó su acusación sobre la base de las declaraciones rendidas por dos testigos protegidos identificados con los nombre clave de “Jennifer” y “Mateo”. Posteriormente la PGR reconoce por escrito ante el juez, que no corroboró los testimonios que involucraban al General con el cártel Beltrán Leyva y lo acusaban de recibir dinero a cambio de proteger los transportes de droga de esa organización. En el segundo de los casos, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, tras haber rechazado un primer proyecto en marzo de 2012, resolvió sobre el amparo interpuesto por Florence Marie Louise Cassez Crepin, sentenciada como responsable del delito de secuestro, en hechos que han sido motivo de amplio seguimiento mediático desde su detención y presentación en tiempo estelar en el noticiero Primero Noticias conducido por Carlos Loret de Mola, en lo que ahora se conoce como “el montaje televisivo”. Tras una deliberación que parecía se inclinaba por rechazar el nuevo proyecto presentado por la Ministra Olga Sánchez Cordero, ella misma reconsideró su postura y propuso conceder el amparo liso y llano. La nueva propuesta fue aprobada por tres votos a favor y dos en contra, con lo cual la ciudadana francesa quedó en libertad. La decisión considera que el montaje preparado por la entonces Agencia Federal de Investigación tuvo un “efecto corruptor” que generó la destrucción de los principios de presunción de inocencia y defensa adecuada. Las opiniones no se hicieron esperar y se mostraron divididas en cuanto a la valoración del juicio emitido por los Ministros de la Primera Sala. Las voces que critican a la Suprema Corte de Justicia hacen énfasis en la indefensión de las víctimas de la banda de secuestradores a la cual se alegó pertenecía Florence Cassez. Es importante recordar que la Corte no juzgó sobre la inocencia o culpabilidad de Cassez porque ese no era el alegato jurídico que se llevó al máximo tribunal. Los Ministros decidieron que la falta de respeto por parte de las autoridades a los derechos de la persona detenida, es suficiente para contaminar el proceso penal de tal manera que el juicio no siguió los principios legales que garantizan el debido proceso. En consecuencia, el juicio no fue justo y, culpable o no, la acusada debía ser puesta en libertad. Recuerda usted el adagio que reza “es mejor liberar a un culpable que encarcelar un inocente”, pues bien, a esto es a lo que se refiere. Cuando no son más que expresiones conceptuales se escuchan como perlas de sabiduría, por el contrario, cuando las relacionamos con un caso concreto nuestra opinión puede verse afectada por los embates de la duda. La Corte ya decidió ¿y usted?

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Friday, January 18, 2013

 

Víctimas, la ley de los buenos deseos

El pasado miércoles 9 de enero se publicó en el Diario Oficial de la Federación la Ley General de Víctimas, que obliga a todas las autoridades de los tres niveles de gobierno y a cualquier institución privada dedicada al tema. Sus objetivos principales son garantizar el ejercicio de los derechos de las víctimas, así como coordinar las acciones y medidas necesarias para promover, respetar y proteger tales prerrogativas. La ley distingue entre víctimas directas e indirectas. Las primeras son definidas como “aquellas personas que directamente hayan sufrido algún daño o menoscabo económico, físico, mental, emocional, o en general cualquiera puesta en peligro o lesión a sus bienes jurídicos o derechos como consecuencia de la comisión de un delito o violaciones a sus derechos humanos”. Las indirectas son los familiares de las primeras, o bien, personas con las cuales existe una relación inmediata. A continuación la ley define 18 principios aplicables a todos los mecanismos, procedimientos y medidas establecidos en ella y enumera 30 derechos generales de las víctimas, aunque a lo largo de su texto agrega muchos más. Particularmente distingue entre los derechos de ayuda, asistencia, atención, acceso a la justicia, en el proceso penal, a la verdad y a la reparación integral. Además, ubica los ámbitos a los cuales se extienden estas prerrogativas: salud, alojamiento, alimentación, transporte, protección y asesoría jurídica. Posteriormente fija los criterios para que las autoridades de los tres niveles de gobierno establezcan medidas de asistencia, atención o protección en materia de educación, desarrollo social y económico, procuración y administración de justicia. También enlista, como componentes de la reparación integral, las medidas de restitución, rehabilitación, compensación, satisfacción y no repetición. Por otro lado, establece el Sistema Nacional de Atención a Víctimas, compuesto por “todas las instituciones y entidades públicas federales, locales y municipales, organismos autónomos, y demás organizaciones públicas o privadas, encargadas de la protección, ayuda, asistencia, atención, defensa de los derechos humanos, acceso a la justicia, a la verdad y a la reparación integral a las víctimas”. Esto incluye, entre muchos otros integrantes, a los titulares del ejecutivo federal y locales, así como de los municipios. El Sistema Nacional será operado por una Comisión Ejecutiva, de la cual derivarán el Fondo de Ayuda, Asistencia y Reparación Integral y el Registro Nacional de Víctimas. Dicha Comisión contará además con 9 comités y una Asesoría Jurídica Federal de Atención a Víctimas que deberá tener un asesor por cada unidad investigadora del Ministerio Público de la Federación, por cada Tribunal de Circuito y por cada juzgado federal en materia penal. La amplia regulación normativa, 189 artículos, entrará en vigor el próximo 8 de febrero y será obligatoria para la Federación, estados y municipios. Algunos de sus críticos sostienen que antes de iniciar su vigencia debe ser reformada. Alejandro Martí ha señalado que la ley tiene vacíos que ponen en riesgo su viabilidad operativa, mientras que Isabel Miranda de Wallace afirma que es inconstitucional. Samuel González Ruiz pone el énfasis en la falta de recursos suficientes para que las autoridades, en particular las municipales, hagan frente a las obligaciones que la ley les impone. José Luis Soberanes va más allá y tacha a la ley de “batiburrillo”, que por carecer de técnica legislativa, es mejor replantearla a través de otra que la sustituya (el batiburrillo no es un asno disfrazado de murciélago al servicio de Batman, sino una mezcla de cosas inconexas, según explica el Diccionario de la Lengua Española). En lo personal, la Ley General de Víctimas me cae bien. Reconozco en ella una visión integral que trata de recuperar la dignidad de la víctima mediante la obligatoriedad de su respeto por parte de las autoridades que muchas veces la denigran con la negación del servicio público al que tiene derecho o su atención grosera y deficiente. Esta visión, además, es impuesta a casi todos los ámbitos del quehacer gubernamental con la idea de convertirla en un elemento transversal de las políticas públicas del Estado. Sin embargo, el desdoble de la definición de víctima entre quienes han sufrido un daño a consecuencia del delito y quienes lo han sufrido por violación a sus derechos humanos, introduce una dualidad confusa que no es aclarada en el cuerpo normativo. El extenso listado de los derechos de las víctimas, la amplitud de las medidas de atención y reparación o el enorme sistema burocrático al cual se encomienda velar por aquellos, hace de la implementación de la ley un asunto de recursos económicos que es necesario programar para tal efecto. Además, no puede ignorarse que las disposiciones de esta ley son contradictorias en comparación con otras reglas del sistema jurídico nacional, situación que no se remedia con la simple inclusión de la trillada sentencia de que todas aquellas normas que se opongan a ella se consideran derogadas. A pesar de todo, la ley no es imposible de aplicar. Pero debemos reconocer que establece un gran reto para las dependencias que cultivan una cultura institucional de alejamiento respecto de los usuarios de sus servicios. En relación a ellas, la ley parece adoptar una actitud de esperanza idealista, es decir, se impone la ley como el detonador del cambio institucional. Con ello recuerdan a quienes estudian las formas primitivas de las normas jurídicas, cuando sus formalismos, sus rituales, se confundían con los conjuros mágicos. Porque al inicio de la civilización, el ser humano creía que decir ciertas frases solemnes durante una ceremonia, transformaba el mundo y obligaba por igual a hombres, mujeres y fuerzas naturales. Así la Ley General de Víctimas, parece suponer que la realidad cambió con su sola existencia.

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Empresas asediadas

El 17 de diciembre del año pasado el INEGI presentó los resultados de la Encuesta Nacional de Victimización de Empresas 2012 (ENVE). Entre sus principales objetivos se encuentra estimar el número de entidades económicas del sector privado víctimas del delito durante 2011, así como calcular la correspondiente cifra de delitos. Esta encuesta es la primera de su tipo en nuestro país y, de hecho, también es la primera en toda América Latina. De acuerdo con la ENVE, durante 2011 en México 37.4% de las unidades económicas del país fue víctima de algún delito. Las pertenecientes al sector comercio fueron las más afectadas, seguidas de la industria y los servicios. Distribuidas por su tamaño, las unidades económicas grandes sufrieron más delitos, seguidas muy de cerca por las medianas. Más de la mitad de las empresas medianas y más de tercera parte de las micro-empresas también fueron víctimas de los criminales. A nivel nacional, la tasa de víctimas por cada cien mil unidades económicas fue de 3,737, mientras que en Sinaloa fue mayor, con una tasa de 3,840. Por otro lado, la tasa nacional de delitos por unidad económica, es decir, el promedio de veces que sufren un delito cada una de las empresas víctimas, fue de 3.1; en Sinaloa alcanzó el 5.0. En el país los tres delitos que sufrieron las empresas con mayor frecuencia durante 2011 fueron los actos de corrupción, el robo de mercancías, dinero, insumos o bienes y la extorsión. El dato es sumamente interesante, en particular porque la queja mediática más insistente de los empresarios son los robos, que aquí se ven relegados a nivel nacional al segundo lugar, aunque en Sinaloa fueron registrados como el delito más frecuente. El reconocimiento del problema de la corrupción es de suma importancia, toda vez que ubica en el centro del diseño de políticas públicas y de las medias de los propios negocios, la corrupción interna de las unidades económicas y la corrupción gubernamental, endémica, en algunas instituciones y entidades. Pero también llama la atención la presencia relevante de la extorsión como el tercer delito más cometido contra las empresas. Para expertos como Giulia Mugellini, quien asesoró al INEGI en el diseño de la ENVE, la extorsión es un indicador que se relaciona con las actividades de grupos de la delincuencia organizada. El escenario de su aparición parece el ideal, por un lado la corrupción y por el otro los asaltos. Nada más fecundo para el crimen organizado. Otros datos de la encuesta ayudan a entender el entorno de violencia. De aquellos delitos cometidos contra las empresas, cuando una víctima estuvo presente y el crimen era de naturaleza violenta, en el 45.5% de los casos a nivel nacional el delincuente portaba un arma. Para el caso del estado de Sinaloa la cifra se eleva al 77.1% y es la más alta de todo el país. El costo promedio nacional del delito por unidad económica a consecuencia del gasto en medidas de protección y de las pérdidas ocasionadas por los ilícitos durante 2011 ascendió a $56,774.00 pesos. El promedio en Sinaloa fue de $73,883.00, muy cercano al de Chihuahua o Hidalgo, pero alejado de los costos mayores en los estados de Querétaro y Nuevo León. Estos datos parecen confirmar dos de las tesis de Mugellini: los crímenes contra las empresas son frecuentes y costosos. Según datos del Banco Mundial, durante 2008 un tercio de las empresas encuestadas en América Latina sufrió algún incidente delictivo, lo que significó pérdidas del 2.7% del total de sus ventas anuales (World Bank, Enterprise Survey, 2009). La ENVE pone de manifiesto una serie de datos que caracterizan una clase de delitos que rara vez ocupan la primera plana, ya que carecen del morbo y la expectación que provocan los asesinatos o los secuestros. Sin embargo, representan, junto con el robo de vehículos y el robo a casa habitación, la realidad cotidiana de la mayoría de las víctimas en el país. La encuesta debe ser empleada, sobre todo, por los gobiernos municipales y estatales para enfatizar o corregir sus planes de prevención del delito. Y muy particularmente por las procuradurías de justicia, que no salen muy bien paradas respecto de su eficacia como instancias investigadoras, pues por considerarlo una pérdida de tiempo o por desconfianza en la autoridad, sólo se denunció el 14% de los delitos cometidos y de éstas denuncias, sólo en el 4.3% de los casos se recuperaron los bienes. Pero también las empresas y los organismos del sector privado deben cambiar sus estrategias de prevención, seguimiento y exigencia. Los datos de la ENVE implican que sin la participación de las unidades económicas, la integralidad de las estrategias se verá comprometida y el problema seguirá. Como hasta hoy.

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La nueva estrategia anticrimen

El pasado 17 de diciembre, durante la segunda sesión extraordinaria del Consejo Nacional de Seguridad Pública, el presidente Enrique Peña Nieto presentó seis líneas de acción para combatir la inseguridad: a) planeación, b) prevención, c) promoción y defensa de los derechos humanos, d) coordinación, e) transformación institucional y f) evaluación y retroalimentación. Entre los objetivos prioritarios se plantea reducir la violencia y recuperar la paz y la tranquilidad de las familias mexicanas. En particular, se propone reducir los índices relacionados con los delitos de homicidio, secuestro y extorsión. Además, se pretende establecer responsabilidad específica para los gobiernos federal y estatal, así como fechas para su cumplimiento. Se instruyó la creación de una Comisión Intersecretarial de Prevención del Delito y la puesta en marcha de un Programa Nacional de Derechos Humanos. Pero el detalle que más llamó la atención fue el anuncio del establecimiento de un sistema de coordinación y cooperación a cargo de la Secretaría de Gobernación, dentro del cual las entidades del país serían agrupadas en cinco regiones operativas. El presidente ordenó a los responsables de las áreas de procuración de justicia y seguridad pública que atiendan los problemas específicos de cada una de estas regiones. Dividir al país en regiones para mejorar la eficiencia de las dependencias encargadas de la prevención y combate al delito, es una idea que se ha intentado ya en años anteriores, bajo concepciones distintas. Hay que recordar que todavía en el sexenio de Ernesto Zedillo, la PGR se dividía en tres subprocuradurías de control de procedimientos penales denominadas A, B y C. La diferencia entre ellas estribaba en las entidades que tenían asignadas para ejercer dicho control sobre las delegaciones de la institución en tales estados. Con el tiempo llegaron a ser conocidas como las subprocuradurías de letras. Por ejemplo, la Subprocuraduría A debía controlar las delegaciones de la PGR en entidades como Sonora, Nuevo León, Baja California, Aguascalientes, Estado de México, Morelos, Distrito Federal, Veracruz o Guerrero. La lógica de esta división se decía, radicaba en las rutas de operación de los grupos delincuenciales, aunque el acuerdo del procurador que la establecía no abundara más en este aspecto. Esta división territorial no coincidía con otras que también se manejaban dentro del Gobierno de la República, en particular, con las demarcaciones territoriales del Poder Judicial de la Federación en distritos y circuitos judiciales. De hecho, tampoco coincidía con la división zonal de la Conferencia Nacional de Procuración de Justicia. En los primeros años del sexenio de Vicente Fox se aprobó una nueva Ley Orgánica de la PGR que terminó con las subprocuradurías de letras y le dio una estructura muy similar a la que hoy tiene y que, según se anuncia, será modificada. Estratificar al país en zonas para regionalizar el combate al crimen organizado es una buena idea, siempre y cuando los procesos de análisis, planeación y ejecución tomen en cuenta las visiones locales. El sexenio anterior se caracterizó por despreciar la experiencia de los estados a favor de las decisiones desde los escritorios de las dependencias federales. Es evidente que no todo puede ser replicado a nivel nacional, pues no son pocas las entidades que se manejan como clubes de amigos o parientes en detrimento del resto de la población. Pero también sería injusto asumir que en ningún municipio o estado se ha puesto en marcha programa alguno que valga la pena. Como tampoco puede suponerse que solo por arribar a un cargo federal, de manera automática se tiene la razón en toda materia respecto a la cual se opina. Regionalizar el combate al crimen organizado mediante un esquema de colaboración verdadera y no de subordinación implícita, podrá resultar una buena idea si previamente se decide aportar un elemento fundamental: voluntad política. Sin ella los convenios, los actos públicos y las declaraciones a los medios no dejan de ser, en el mejor de los casos, simple cortesía. Por supuesto, para que esto se logre, debe restablecerse la confianza entre las autoridades federales y las locales. El primer presupuesto de la colaboración es la confianza, sin ella no tiene caso plantearse ninguna estrategia de cooperación entre dos o más partes. Arrojarse culpas entre los encargados de un tema destruye el espíritu de coordinación y ubica a cada quien en el rincón de sus atribuciones estrictamente legales. Por el bien del país, esperamos que esta nueva actitud se imponga para beneficio de todos.

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