Friday, August 03, 2007
La Cobija de la impunidad
Navajas, la exposición de Rosa María Robles en el MASIN, extiende su alfombra de cobijas hasta la calle y sale al encuentro de los visitantes aún antes de que entren. Las cobijas, que en nuestra ciudad se han convertido en signo del asesinato, transforman la solidez del suelo en terreno mullido, extraño, fangoso. Caminar sobre ellas implica ingresar al museo con la incomodidad que la cercanía de la muerte produce.
Las salas donde se exhiben las piezas de la exposición revelan a una nueva Rosy Robles, una artista que debió reinventarse a sí misma para encontrar un nuevo lenguaje artístico, un ser humano que en compañía de su hija se rebela frente al estancamiento creativo y personal, pero que sigue creyendo en el arte como manifestación cultural que aporta a la reflexión colectiva y se niega a ser reducido a etiquetas de “bonito” o “hermoso”.
Las obras de Rosy Robles desafían al espectador, lo encaran y obligan a verse fuera de la resignada y cómoda mismidad de todos los días. El cambio de las formas y texturas de maderas y metales por la inclusión de las cotidianas cerámicas de los muebles de baño, así como la grata y perturbadora presencia de avestruces, agrega nuevos signos y gramática al lenguaje que la artista ha ido construyendo con su vida.
Navajas, el proyecto que durante tres años ha ocupado el tiempo de Robles, no sólo es la conjunción de piezas artísticas y tampoco puede encasillarse como simple reflexión de un intelectual con conciencia social en torno al fenómeno de la violencia. Es mucho más. Es un grito de reclamo contra el valemadrismo en que fetalmente nos encerramos para no ver, no oír, no sentir tanta sangre, balas y cadáveres que convierten nuestra ciudad en una enorme escena del delito. Pero que también derrumba las paredes donde se encierran las agresiones de la intimidad sexual: violencia y violaciones de mujeres y niños.
La última pieza en las salas es la fotografía de la autora, desnuda, saliendo de un escusado que después se ha vuelto su pedestal (que Boticelli y su Venus nazcan de la espuma del mar por que en Culiacán es la mierda la que provee el humus). La artista está envuelta en un manto que no es guadalupano ni sábana santa, es la cobija ensangrentada con que los sicarios envolvieron a su víctima. La cobija que Rosy Robles describe como la impunidad que abriga tanto a cadáveres como asesinos.
Estas cobijas-mortaja causaron revuelo cuando se dio a conocer que eran reales y que habían contenido los cuerpos de personas muertas. Fue entonces, días después de iniciada la exposición, cuando su despliegue público abofeteó a los adormecidos, que las autoridades de procuración de justicia se sintieron exhibidas y avergonzadas. Solo entonces acudieron al museo y reclamaron que no siguiera presente la impunidad hecha cobija. Se las llevaron bajo el discurso de que no eran arte, sólo eran evidencias.
No falta razón a quien afirma que todo elemento encontrado en la escena del delito es un indicio que merece ser fijado, recolectado, analizado e interpretado. Y que los objetos que contienen tales indicios deben ser resguardados hasta que la propia autoridad considere conveniente para las investigaciones. Pero una vez que el trabajo de indagación ha concluido, los objetos deben ser entregados a quien demuestre tener un derecho sobre ellos. Así se hace con la ropa de las víctimas, sus pertenencias y muy particularmente, con los vehículos.
Es claro que en el caso de las cobijas de Rosy Robles, si éstas se encontraban bajo resguardo de la autoridad, fallaron los responsables de la cadena de custodia, por desconocimiento o negligencia. Pero si el trabajo de investigación había concluido ¿qué gana el Ministerio Público con reclamarlas? ¿Se han practicado acaso nuevas pruebas que aportan indicios para acreditar la responsabilidad e identidad de los asesinos? ¿En cuántos casos?
De acuerdo con la Suprema Corte de Justicia y la Ley Federal de Derechos de Autor, una obra de arte pertenece a su creador. Las cobijas de Rosy Robles son piezas de una muestra, han dejado su calidad de simples evidencias y ahora constituyen obras artísticas. Haberlas recogido significa mutilar la exhibición, constituye un verdadero acto de censura, implica que el gobierno no desea que la realidad, cruda, descarnada, despierte nuestra crítica. No se olvide que expresarnos libremente es un derecho humano protegido por la Constitución. Y mientras las cobijas de Rosy Robles son, en opinión de la autoridad, evidencias que merecen ser guardadas en archivos, el vehículo donde viajaban las familias Galaviz y Esparza sigue desbarrancado en la sierra de Sinaloa, esperando probablemente a que alguien lo declare evidencia y vaya por él.
Las salas donde se exhiben las piezas de la exposición revelan a una nueva Rosy Robles, una artista que debió reinventarse a sí misma para encontrar un nuevo lenguaje artístico, un ser humano que en compañía de su hija se rebela frente al estancamiento creativo y personal, pero que sigue creyendo en el arte como manifestación cultural que aporta a la reflexión colectiva y se niega a ser reducido a etiquetas de “bonito” o “hermoso”.
Las obras de Rosy Robles desafían al espectador, lo encaran y obligan a verse fuera de la resignada y cómoda mismidad de todos los días. El cambio de las formas y texturas de maderas y metales por la inclusión de las cotidianas cerámicas de los muebles de baño, así como la grata y perturbadora presencia de avestruces, agrega nuevos signos y gramática al lenguaje que la artista ha ido construyendo con su vida.
Navajas, el proyecto que durante tres años ha ocupado el tiempo de Robles, no sólo es la conjunción de piezas artísticas y tampoco puede encasillarse como simple reflexión de un intelectual con conciencia social en torno al fenómeno de la violencia. Es mucho más. Es un grito de reclamo contra el valemadrismo en que fetalmente nos encerramos para no ver, no oír, no sentir tanta sangre, balas y cadáveres que convierten nuestra ciudad en una enorme escena del delito. Pero que también derrumba las paredes donde se encierran las agresiones de la intimidad sexual: violencia y violaciones de mujeres y niños.
La última pieza en las salas es la fotografía de la autora, desnuda, saliendo de un escusado que después se ha vuelto su pedestal (que Boticelli y su Venus nazcan de la espuma del mar por que en Culiacán es la mierda la que provee el humus). La artista está envuelta en un manto que no es guadalupano ni sábana santa, es la cobija ensangrentada con que los sicarios envolvieron a su víctima. La cobija que Rosy Robles describe como la impunidad que abriga tanto a cadáveres como asesinos.
Estas cobijas-mortaja causaron revuelo cuando se dio a conocer que eran reales y que habían contenido los cuerpos de personas muertas. Fue entonces, días después de iniciada la exposición, cuando su despliegue público abofeteó a los adormecidos, que las autoridades de procuración de justicia se sintieron exhibidas y avergonzadas. Solo entonces acudieron al museo y reclamaron que no siguiera presente la impunidad hecha cobija. Se las llevaron bajo el discurso de que no eran arte, sólo eran evidencias.
No falta razón a quien afirma que todo elemento encontrado en la escena del delito es un indicio que merece ser fijado, recolectado, analizado e interpretado. Y que los objetos que contienen tales indicios deben ser resguardados hasta que la propia autoridad considere conveniente para las investigaciones. Pero una vez que el trabajo de indagación ha concluido, los objetos deben ser entregados a quien demuestre tener un derecho sobre ellos. Así se hace con la ropa de las víctimas, sus pertenencias y muy particularmente, con los vehículos.
Es claro que en el caso de las cobijas de Rosy Robles, si éstas se encontraban bajo resguardo de la autoridad, fallaron los responsables de la cadena de custodia, por desconocimiento o negligencia. Pero si el trabajo de investigación había concluido ¿qué gana el Ministerio Público con reclamarlas? ¿Se han practicado acaso nuevas pruebas que aportan indicios para acreditar la responsabilidad e identidad de los asesinos? ¿En cuántos casos?
De acuerdo con la Suprema Corte de Justicia y la Ley Federal de Derechos de Autor, una obra de arte pertenece a su creador. Las cobijas de Rosy Robles son piezas de una muestra, han dejado su calidad de simples evidencias y ahora constituyen obras artísticas. Haberlas recogido significa mutilar la exhibición, constituye un verdadero acto de censura, implica que el gobierno no desea que la realidad, cruda, descarnada, despierte nuestra crítica. No se olvide que expresarnos libremente es un derecho humano protegido por la Constitución. Y mientras las cobijas de Rosy Robles son, en opinión de la autoridad, evidencias que merecen ser guardadas en archivos, el vehículo donde viajaban las familias Galaviz y Esparza sigue desbarrancado en la sierra de Sinaloa, esperando probablemente a que alguien lo declare evidencia y vaya por él.