Friday, January 18, 2013
Víctimas, la ley de los buenos deseos
El pasado miércoles 9 de enero se publicó en el Diario Oficial de la Federación la Ley General de Víctimas, que obliga a todas las autoridades de los tres niveles de gobierno y a cualquier institución privada dedicada al tema. Sus objetivos principales son garantizar el ejercicio de los derechos de las víctimas, así como coordinar las acciones y medidas necesarias para promover, respetar y proteger tales prerrogativas.
La ley distingue entre víctimas directas e indirectas. Las primeras son definidas como “aquellas personas que directamente hayan sufrido algún daño o menoscabo económico, físico, mental, emocional, o en general cualquiera puesta en peligro o lesión a sus bienes jurídicos o derechos como consecuencia de la comisión de un delito o violaciones a sus derechos humanos”. Las indirectas son los familiares de las primeras, o bien, personas con las cuales existe una relación inmediata.
A continuación la ley define 18 principios aplicables a todos los mecanismos, procedimientos y medidas establecidos en ella y enumera 30 derechos generales de las víctimas, aunque a lo largo de su texto agrega muchos más. Particularmente distingue entre los derechos de ayuda, asistencia, atención, acceso a la justicia, en el proceso penal, a la verdad y a la reparación integral. Además, ubica los ámbitos a los cuales se extienden estas prerrogativas: salud, alojamiento, alimentación, transporte, protección y asesoría jurídica.
Posteriormente fija los criterios para que las autoridades de los tres niveles de gobierno establezcan medidas de asistencia, atención o protección en materia de educación, desarrollo social y económico, procuración y administración de justicia. También enlista, como componentes de la reparación integral, las medidas de restitución, rehabilitación, compensación, satisfacción y no repetición.
Por otro lado, establece el Sistema Nacional de Atención a Víctimas, compuesto por “todas las instituciones y entidades públicas federales, locales y municipales, organismos autónomos, y demás organizaciones públicas o privadas, encargadas de la protección, ayuda, asistencia, atención, defensa de los derechos humanos, acceso a la justicia, a la verdad y a la reparación integral a las víctimas”. Esto incluye, entre muchos otros integrantes, a los titulares del ejecutivo federal y locales, así como de los municipios.
El Sistema Nacional será operado por una Comisión Ejecutiva, de la cual derivarán el Fondo de Ayuda, Asistencia y Reparación Integral y el Registro Nacional de Víctimas. Dicha Comisión contará además con 9 comités y una Asesoría Jurídica Federal de Atención a Víctimas que deberá tener un asesor por cada unidad investigadora del Ministerio Público de la Federación, por cada Tribunal de Circuito y por cada juzgado federal en materia penal.
La amplia regulación normativa, 189 artículos, entrará en vigor el próximo 8 de febrero y será obligatoria para la Federación, estados y municipios. Algunos de sus críticos sostienen que antes de iniciar su vigencia debe ser reformada. Alejandro Martí ha señalado que la ley tiene vacíos que ponen en riesgo su viabilidad operativa, mientras que Isabel Miranda de Wallace afirma que es inconstitucional. Samuel González Ruiz pone el énfasis en la falta de recursos suficientes para que las autoridades, en particular las municipales, hagan frente a las obligaciones que la ley les impone. José Luis Soberanes va más allá y tacha a la ley de “batiburrillo”, que por carecer de técnica legislativa, es mejor replantearla a través de otra que la sustituya (el batiburrillo no es un asno disfrazado de murciélago al servicio de Batman, sino una mezcla de cosas inconexas, según explica el Diccionario de la Lengua Española).
En lo personal, la Ley General de Víctimas me cae bien. Reconozco en ella una visión integral que trata de recuperar la dignidad de la víctima mediante la obligatoriedad de su respeto por parte de las autoridades que muchas veces la denigran con la negación del servicio público al que tiene derecho o su atención grosera y deficiente. Esta visión, además, es impuesta a casi todos los ámbitos del quehacer gubernamental con la idea de convertirla en un elemento transversal de las políticas públicas del Estado.
Sin embargo, el desdoble de la definición de víctima entre quienes han sufrido un daño a consecuencia del delito y quienes lo han sufrido por violación a sus derechos humanos, introduce una dualidad confusa que no es aclarada en el cuerpo normativo. El extenso listado de los derechos de las víctimas, la amplitud de las medidas de atención y reparación o el enorme sistema burocrático al cual se encomienda velar por aquellos, hace de la implementación de la ley un asunto de recursos económicos que es necesario programar para tal efecto.
Además, no puede ignorarse que las disposiciones de esta ley son contradictorias en comparación con otras reglas del sistema jurídico nacional, situación que no se remedia con la simple inclusión de la trillada sentencia de que todas aquellas normas que se opongan a ella se consideran derogadas.
A pesar de todo, la ley no es imposible de aplicar. Pero debemos reconocer que establece un gran reto para las dependencias que cultivan una cultura institucional de alejamiento respecto de los usuarios de sus servicios. En relación a ellas, la ley parece adoptar una actitud de esperanza idealista, es decir, se impone la ley como el detonador del cambio institucional.
Con ello recuerdan a quienes estudian las formas primitivas de las normas jurídicas, cuando sus formalismos, sus rituales, se confundían con los conjuros mágicos. Porque al inicio de la civilización, el ser humano creía que decir ciertas frases solemnes durante una ceremonia, transformaba el mundo y obligaba por igual a hombres, mujeres y fuerzas naturales. Así la Ley General de Víctimas, parece suponer que la realidad cambió con su sola existencia.
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