Thursday, February 28, 2013

 

La fábula del General Chiquito

Cuentan que hace algunos años llegó a Culiacán el General Chiquito. Dicen que llegó silbando una famosa canción que Angélica María cantaba en la época dorada del rock mexicano. Como suele suceder con algunos miembros de la familia Chiquito, se presentó con aires de grandeza y, acompañado de la parafernalia que rodea a los símbolos de poder castrense, anunció voz en cuello que iba a acabar con los malosos y que traía entre ojos a otro chapito. A los días, el General Chiquito inició su batida contra los pillos, haciendo un ostensible despliegue de fuerza que maravilló a quien quería dejarse maravillar. Cortejó a quien consideró necesario para embelesarlo con su recia y ruda personalidad, en la esperanza de convencerlo de que verdaderamente era muy fiero. Sinaloa ya había conocido ese tipo de personalidades. Muchos todavía recordaban al Coronel Takata y su particular gusto por presumir el armamento y equipo de sus policías. Era tanto y tan visible su entusiasmo por publicitar lo que decía que hacía, que más de algún periodista se refería al stand de tiro electrónico como “Nintendo Takata”, a la academia de policía como “Atracciones Takata” y al centro de adiestramiento como “Rancho Takata”. También recordaban al Comandante Timón. Ese que encapuchado y ataviado como integrante de un equipo de asalto hablaba con acento salido de La Zulianita. Él y su amigo Sábado Luis López eran expertos en adquirir lo último en tecnología para después presumirlo en público y en privado. Pero al General Chiquito no le preocupaban los otros militares alfa, le tenía sin cuidado que alguien pudiera robarle su estrategia. Lo que en realidad le preocupaba era perder su presencia mediática, o bien, tener “mala prensa”. Le obsesionaba que su versión de los hechos fuera la que prevaleciera siempre, que nadie lo contradijera, que nadie lo cuestionara. A pesar de esta obsesión, no pudo cambiar el hecho de que nunca atrapó al otro chapito. Un día se fue y regresó por muy poco tiempo antes de partir o otras tierras y concluir su carrera militar. Cuentan que tiempo después se apareció en una ciudad hídrica y térmica que había visto con preocupación que los malosos se hacían cada vez más osados y se robaban la tranquilidad que siempre habían disfrutado. Llegó silbando la melodía que cantaba Angélica María. Lo nombraron sheriff. Se presentó con aires de grandeza y junto a los símbolos de poder policial anunció voz en cuello que iba a acabar con los malandrines. El General Chiquito inició su batalla contra los malosos, haciendo un ostensible despliegue de fuerza para gozo de quienes disfrutan de ese tipo de espectáculos. A unos con gritos, a otros con favores, fue cortejando a quienes consideró necesario para convencerlos de que era muy rudo. A los gobernantes les convino y les gustó el estilo. Le dieron todo lo que pidió, dinero, armas, personal, equipo, vehículos. Hasta le dieron el mando de todas las policías. Al General Chiquito le gustó eso. Mandar a las personas, disponer de los recursos, gastar el dinero. Eso era lo suyo. Hasta los malosos se acomodaron a ese esquema. Se reportaban con él, pedían permiso para actuar y entregaban religiosamente su cuota. Hubo quien le recordó su promesa de acabar con los pillos, entonces el General ordenó que se hiciera un nuevo despliegue de fuerza, que el personal portara vistosos uniformes oscuros arriba de patrullas equipadas con ametralladoras. A continuación los instruyó para que pasearan por las calles de la ciudad y todos se dieran cuenta de lo seguros que estaban con él al mando. Los crímenes no disminuyeron, pero los desfiles eran bonitos. Muchos estaban apantallados y se contentaban con admirar el equipo y armamento que el General compraba, con escuchar las constantes declaraciones que hacía y con ver las imágenes de los desgraciados que detenía, torturaba y eran presentados como peligrosísimos delincuentes. Fueron días de circo para el pueblo. Los políticos gobernantes estaban complacidos. Sabían de sus negocios y sus relaciones con los malosos pero no les molestaba. Más de uno se imaginó que algo les debía de tocar a ellos también. Dicen que allá sigue el General Chiquito, acumulando riqueza, despilfarrando recursos y haciendo circo. A quien reclama lo amenaza enfurecido, se pone colorado, las manos se le crispan y mienta madres. A otros los compra y a quien considera una amenaza lo chantajea o lo difama. La moraleja de esta fábula es: El apantallador dura hasta que el pendejo quiere. ¿Tú de qué lado estás paisano?

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