Tuesday, April 09, 2013

 

Mercadotecnia Penal

De algunos años para acá el servicio público ha visto introducirse en sus espacios cierta terminología, métodos y técnicas que hasta entones se encontraban reservadas a la iniciativa privada. De repente todas las instancias gubernamentales estaban preocupadas por averiguar cuáles era su visión y funciones. Las procuradurías de justicia no fueron la excepción. Recuerdo una gran discusión en el año 2001 respecto a cuál era la misión de la Procuraduría General de la República, misma que fue coordinada por los asesores de la Presidencia de la República. Esos asesores se fueron haciendo cada vez más comunes, en la medida en que convencían a los gobernantes de que sus servicios significaban la modernización de las dependencias oficiales. El hoy Subprocurador de Control Regional, Procedimientos Penales y Amparo de la PGR, Alfredo Castillo Cervantes, nunca me ha perdonado que le dijera a su jefe que un asesor era cualquier persona que viniera a cobrar su cheque desde una distancia mayor a 10 kilómetros. Así, se fue asentando la idea de que los métodos y técnicas de la iniciativa privada eran lo que hacía falta en el servicio público. Esta forma de pensamiento se manifestó en el surgimiento de necesidades que requerían de la intervención de más asesores. Además de la misión y la visión, se generaron manuales, protocolos, diagramas de flujo, etcétera. El choque de las culturas privada y pública modificó permanentemente el quehacer gubernamental, ya que motivó la creación y difusión de procedimientos que antes se suponían asumidos por todos los servidores de una institución. Sin embargo, a su amparo también se ha acentuado la cultura de la simulación, que presume que elaborando un manual de procedimientos automáticamente se resuelve el problema. Esta idea de simular soluciones, aunada a la articulación de discursos políticos que buscan publicidad mediática, generan lo que denominamos mercadotecnia penal. En otras palabras, se trata de “vender” lo que los publicistas denominan quick-hits, ideas concretas fácilmente asimilables que suponen soluciones adecuadas a los problemas, en este caso, de justicia y seguridad pública. ¿Recuerda usted aquello de la pena de muerte a secuestradores y asesinos, promovida por el Partido Verde Ecologista? El problema de la Mercadotecnia Penal es que toma discursos, algunos incluso contradictorios entre sí, y los convierte en slogans que a base de ser repetidos dan la apariencia de convertirse en las obvias soluciones a los problemas que nos aquejan. Como dijo Eugenio Zaffaroni “…redundan en banalidades y falsedades clientelistas, refuerzan los prejuicios e identifican chivos expiatorios débiles” (Política y dogmática jurídico penal. Ed. Inacipe, 2002, página 15). En la mercadotecnia penal no interesan la congruencia o la veracidad, mucho menos el fundamento filosófico o científico. Lo que interesa es vender el producto a la ciudadanía y así comprar tiempo para los políticos gobernantes. Porque en realidad, cuando en política se saca un tema penal a la palestra pública, la mayor parte de las veces es con la intención de distraer otras discusiones, o bien de presentarlo como el proyecto definitorio del sexenio que va a distinguirlo de otras administraciones gubernamentales. Por eso vemos circular con regularidad a super-policías, nuevos pactos, acuerdos y convenios, operativos que sustituyen a otros operativos, o bien, la designación de nuevos funcionarios. Lo que rara vez escuchamos son los diagnósticos que sustentan tales decisiones, así como las metas que esperan alcanzarse. Suele suceder que, a fuerza de repetir la superioridad de las nuevas decisiones respecto de las anteriores y volver a escuchar el discurso en boca de las nuevas autoridades, y de nuevo en las campañas electorales, la mercadotecnia penal deja de generar confianza entre la ciudadanía y muestra su rostro demagógico. Cuando esto sucede, el efecto producido es el opuesto al que se pretende. La gente desconfía de los que escucha cuando sabe que no es más que mera palabrería. Todo esto me recuerda la anécdota del cocodrilo que narraba Catón hace algunos años. En un reino al cual atravesaba un río, vivía un cocodrilo. Los súbditos iban a dicho río a lavar su ropa y bañarse. Cuando al cocodrilo le daba hambre, se despachaba con uno o dos de los súbditos. Éstos, alarmados, fueron a ver al rey y le expusieron el problema. El rey anunció como solución que publicaría un edicto para prohibir al cocodrilo comer gente. Al cocodrilo, como adivinas paisano, le importó un comino el edicto y siguió comiendo súbditos. De nuevo se presentaron ante el rey y le hicieron saber las nuevas. El rey, con toda solemnidad anunció una reforma al edicto para que dijera que se prohibía estrictamente al cocodrilo comer gente. Concluye Catón, y nosotros con él, que el problema no es el edicto, el problema es el cocodrilo.

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