Wednesday, July 04, 2012

 

Seguridad urbana ¿más policías o más ciudadanos?

Orlando Winfield Wilson, padre del Modelo Policial Profesional y autor del influyente libro “Administración de la Policía”, afirmaba en los años 50 que la prevención del delito a cargo de las corporaciones de seguridad se basaba fundamentalmente en el patrullaje, el cual tenía por objeto dar la sensación de omnipresencia y reducir las oportunidades de los criminales para cometer un delito. La policía encargada de efectuar estas labores debía ser una corporación centralizada, profesional, eficiente, capacitada en técnicas científicas, equipada con suficiencia para una respuesta rápida ante el crimen, cuyo objetivo era el control del delito mediante la estricta aplicación de la ley. Las ideas de O.W. Wilson han tenido tanto impacto que influyen incluso al Nuevo Modelo Policial Federal de Genaro García Luna. De acuerdo con la Secretaría de Seguridad Pública Federal, el Nuevo Modelo comprende esquemas de profesionalización, la carrera policial, el régimen disciplinario y la certificación de integrantes a través de evaluaciones de control de confianza; homologación de jerarquías en los grados, salarios, normas y protocolos de actuación; uso de la fuerza de manera racional, congruente, oportuna y con respeto a los derechos humanos, en un marco de actuación que utilice nuevas tecnologías aptas para la recopilación, análisis, generación y uso de información de inteligencia, en las funciones de prevención, investigación y reacción para combatir el delito. En los Estados Unidos, durante la década de los 70, el Modelo Policial Profesional fue incapaz de disminuir la incidencia delictiva, hacer frente al narcotráfico o dar seguridad a sus comunidades ante los problemas sociales emergentes, como la desintegración familiar o el incremento de la inmigración. Cuarenta años después, el Modelo Policial Profesional sigue fracasando en el control del crimen tanto en México como en Estados Unidos. El 17 de junio pasado, el capitán retirado de la Policía de Nueva York, John A. Eterno, denunciaba la transformación del sistema de control CompStat a una burocracia que bajo la ceguera de la productividad, forza a los policías a cumplir con cuotas de arresto y promueve una cultura del desempeño que selecciona como “clientes” a miembros de minorías étnicas o raciales. Esta cultura se construye alrededor del mito de que la seguridad y la justicia son cuestiones eminentemente policiales que se resuelven con mano dura (Pedro José Peñaloza, 2009). Y dentro de la mano dura se incorporan ideas como más policías, más patrullas, más armas, mayores penas. El propósito de estas premisas es dar la impresión de que se está operando activamente. Olvidan sus promotores que no es el modelo policial el que, en última instancia, promueve mejores condiciones de seguridad y justicia en nuestras comunidades, sino el modelo de desarrollo social y económico. En el año 2000, en Nápoles, representantes de distintas zonas urbanas de Europa suscribieron el Manifiesto de la Ciudades “Seguridad y Democracia”, en el cual reconocieron que las ciudades son heterogéneas, pero no son igualitarias. Por lo cual, para construir ciudades de libertad y tolerancia, es necesario desarrollar una educación de la legalidad y la solidaridad. En ese mismo foro se reconoció que un gobierno democrático de la seguridad debe reforzar el sentimiento de justicia, con la participación de todos aquellos que habitan nuestras ciudades, construyendo formas de gestión colectivas de las inquietudes y de los problemas sociales. Por ejemplo, mediante la conciliación, mediación o arbitraje, que involucran a los ciudadanos en la operación de esquemas que refuerzan los lazos de proximidad, convivencia y comunidad y produce el sentimiento de pertenecer a una ciudad solidaria. Claro que, para construir comunidades seguras y justas, se necesita acabar con nuestro arraigado concepto del “ciudadano privado”, es decir, de aquel que reduce su participación y responsabilidad social a sí mismo o a su familia. Aquel que se abstrae de los problemas colectivos y se convierte en mero observador. Aquel que ha perdido su capacidad de empatía con otras personas a fuerza de levantar muros internos y distanciarse del contacto humano. Recordemos que la seguridad y la justicia no son provincia exclusiva de los gobiernos, son bienes y derechos cuyos titulares somos todos nosotros. Si no los ejercemos, corremos el riesgo de permanecer por siempre a merced de iniciativas fragmentadas, descoordinadas y miopes que operan en la lógica simplista del miedo. Nuestro estado merece una visión más amplia y de mayor alcance. La seguridad y la justicia requieren una política global de gestión, definida y llevada a cabo tanto por ciudadanos como por autoridades, que reconozca en la criminalidad, una amenaza a la calidad de vida, una agresión que traumatiza a las víctimas y un peligro a la vitalidad cívica. Política que centre su acción en el combate a las desigualdades que caracterizan a nuestras comunidades: la desigualdad por razones de sexo, la inequitativa distribución de la riqueza, la discriminación étnica o la marginación de nuestra juventud. El combate a las causas de la delincuencia y la inseguridad, debe consolidar estrategias que movilicen, al mismo tiempo, sectores como las escuelas, la vivienda, los servicios sociales, la policía, la justicia y los ciudadanos. El objetivo es aislar las causas de los problemas locales mediante el desarrollo de coaliciones operativas que generen cambios favorables en la dinámica estructural de dicha problemática. Sólo asociados en nuestras comunidades podemos construir políticas desde la base, que promuevan la participación activa de los ciudadanos bajo esquemas de corresponsabilidad colectiva.

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