Friday, April 11, 2014

 

¿De qué va la seguridad?



Hace muchos años, en una de sus clases, un alumno que por más interés que ponía aún no lograba captar el concepto que el profesor explicaba, le preguntó con cierto desespero al maestro Ignacio Burgoa qué es eso de la seguridad, a lo que el jurista respondió "saber a qué atenerse muchacho, saber a qué atenerse".

 Cosa curiosa pues, que desde hace algún tiempo en muchas ciudades de la república en materia de seguridad no sepamos a qué atenernos ni cómo entendernos entre ciudadanos y autoridades. Los primeros desconfían de los segundos, pero también la desconfianza viaja en sentido inverso.

¿Cómo construir pues una seguridad para todos, por separado? Todos los conceptos de seguridad modernos implican la colaboración de quienes son sus protagonistas. Pero si sólo entendemos la seguridad como un ejercicio de demostración de fuerza que consiste en exhibición de armas, desfile de patrullas, presentación de detenidos a la prensa y declaraciones estridentes, entonces el problema estriba en el concepto mismo de seguridad.

Durante muchos años se pensó que la seguridad pública es un tema que corresponde de manera exclusiva a la policía, la cual debe prevenir los delitos y detener a los delincuentes en flagrancia. La forma clásica de hacer ambas era a través de la multiplicación de la presencia policial mediante el patrullaje.

Después, con el avance de los sistemas democráticos, se concluyó que no era suficiente evitar los delitos y disminuir su incidencia por cualquier medio, en particular sólo mediante la fuerza, pues eso justificaría la aplicación de cualquier acción para detener la delincuencia, incluso por medios dictatoriales.

Por eso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos construyó el concepto de seguridad ciudadana. Este significa la articulación de políticas públicas en tres dimensiones: 1)prevención primaria, dirigida a toda la población y consistente en la elaboración de programas de salud pública, educación, empleo, formación para el respeto a los derechos humanos y construcción de ciudadanía democrática; 2) prevención secundaria, dirigida a grupos vulnerables y consistente en programas focalizados para disminuir los factores de riesgo y generar oportunidades sociales; y 3) prevención terciaria, consistente en programas destinados a las personas que cumplen sanciones penales privados de su libertad.

Así considerada, la seguridad involucra aspectos que tienen que ver no sólo con la prevención del delito y la detención de delincuentes en flagrancia a cargo de la policía. Ahora se incluyen también entre sus contenidos el ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales bajo esquemas de participación democrática.

Vista de esta manera, la seguridad ciudadana es una de las dimensiones de la seguridad humana y, por tanto, del desarrollo humano. Para Fernando García Cordero consiste "en el establecimiento de los medios o condiciones que hacen posible el desarrollo de la persona, desde el disfrute de una vida saludable y prolongada, hasta el acceso a los recursos necesarios para un nivel de prosperidad que incluya el trabajo, la vivienda, la educación, la recreación y el acceso al conocimiento, pasando por el ejercicio de las libertades políticas, económicas y sociales."

Si la dimensión de la seguridad es tan amplia, es claro que no es sólo es cosa de policías y tampoco es territorio exclusivo de las autoridades. Se necesita la participación de todos los sectores sociales en esquemas de corresponsabilidad, lo que significa la posibilidad de que los actores sociales definan ciertos aspectos de la seguridad. En consecuencia, se necesitan autoridades con el talento suficiente para trabajar con ciudadanos, no sólo con empleados y paleros.

Pero si seguimos en la miopía de jugara a policías y ladrones con tipos que no son blancas palomas, que no acreditan sus evaluaciones de control y confianza, que repiten esquemas arcaicos de trabajo policial y que ignoran la participación social que no les es favorable, pues entonces ni siquiera han generado un esquema que se acerque a la concepción de la seguridad ciudadana.

Si la seguridad paisano es saber a qué atenerse, pues te vas a atener a los malovas y los chuytoños. Ahí me avisas cómo te va.

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Wednesday, November 13, 2013

 

La ciudad sin remedio

Culiacán 1895


A medio camino entre realidad y mito, muchas ciudades de Sinaloa se perciben como entornos de desesperanza. Esta circunstancia ha sido parte de su vida desde hace ya muchos años. ¿Quién no ha sufrido algún comentario despectivo cuando viaja y el funcionario del retén, migración o aduanas se da cuenta de que venimos o vamos para Sinaloa? “Pase a revisión especial”, “¡abra sus maletas!”, “¿qué es lo que trae?”.

Recuerdo un compañero del DF que me persiguió por todo el pasillo de la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Derecho de la UNAM sólo para preguntarme si era cierto que todos los sinaloenses éramos marihuanos, a lo que respondí “tan cierto como que todos los chilangos son jotos” (sí paisano, ya sé que el comentario fue inapropiado, pero así salió).

Bien dice el dicho, cría fama y échate a dormir. Los sinaloenses nos hicimos fama de rudos, duros, entrones. Como el perro de Polo Polo pues, “grandes, peludos y cabrones”. Y como somos alegres, presumidos y gritones, pues no fue difícil apantallar a más de alguno. Aunque en realidad, bueno, pues no somos ni más valientes ni más cobardes que los demás.

Esta construcción colectiva dejó de ser solamente una aparente característica de los sinaloenses y empezó a vincularse con la actitud de los gomeros y narcotraficantes. Súmele ahora la indumentaria, joyas, carros, música, etcétera y tendrá el estereotipo clásico que domina la imaginación colectiva de muchos mexicanos cuando piensan en un sinaloense.

Pero además, la idea se hizo popular entre nosotros. Andar de cabrón con pisto, morras, armas, droga y camioneta pasó a ser cool. Y cuando dos cool se encuentran, en muchas ocasiones, nos salen los antecedentes antropológicos y la territorialidad del macho da lugar a la violencia. Y con ello se refuerza la idea colectiva del “sinaloense”. A todo esto hay que agregar la frecuencia de crímenes que se cometen y la difusión que reciben. La corrupción endémica y los no poco frecuentes casos de impunidad, particularmente en asuntos de relevancia social.

Vistas en conjunto, todas estas variables inciden en el fenómeno de criminalidad que vivimos los sinaloenses y nos lleva a preguntarnos ¿realmente tienen remedio nuestras ciudades?

El huracán Manuel dejó a la vista los errores y corrupción en materia de urbanización, nuestro sistema de transporte público es, en muchas vías, un verdadero desastre, la atención médica no llega a todos y tampoco lo hace la educación. Todos ellos son temas de seguridad.

Durante mucho tiempo, la visión de la seguridad pública se reducía a proponerse disminuir el número de delitos o contener los hechos violentos que ocurrían principalmente en las zonas urbanas. No obstante, tras el fracaso de estos esfuerzos fragmentados, fue creciendo la noción de que las soluciones deberían ser totales. Así, fue gestándose el concepto de seguridad ciudadana, como una política integral de acción para incrementar el sentido de ciudadanía democrática (y por tanto, participativa), disminuir el temor al delito y reducir la incidencia delictiva.

Bajo esta concepción, las estrategias de prevención son integrales e incluso, en lo específico, pudieran centrarse en actores no gubernamentales. Además, prestan gran atención a la participación comunitaria en la toma de decisiones políticas y fomentan la fortaleza de las instituciones democráticas. Si le preguntan a un político les responderá que éste enfoque ya opera en Sinaloa. Diremos nosotros, claro, en el discurso. Porque en la realidad siempre ha sido efímero y aislado.

Incluso hay quien habla de pasar a una visión de seguridad humana, que consiste en sumar a la prevención y persecución del delito la necesidad de contar con una nueva estructura que combine los programas de paz y seguridad, desarrollo y derechos humanos para enfrentar lo que la ONU llama las nuevas amenazas: pobreza crónica y persistente, conflictos violentos, cambio climático, trata de las personas, pandemias, así como crisis económicas y financieras.

En otras palabras, el centro de las políticas de seguridad deben ser los derechos humanos, tanto los individuales como los colectivos, para responder a los retos que amenazan la subsistencia y la dignidad de las personas, sin las cuales no pueden existir la paz, el desarrollo y el progreso humano.

Esta visión tampoco existe en nuestro estado. Porque eso implicaría la presencia de estadistas en el gobierno y actores sociales visionarios, y parece que unos y otros andan escasos, o, en el mejor de los casos, cada quien va por su lado.

Culiacán, Los Mochis, Mazatlán, Navolato, Guasave, Guamúchil, no son Sodoma ni Gomorra. Incluso si lo fueran merecen la piedad que Yahvé les escatimó, pero que el escritor checo Karel Capek expresó muy bien en su libro de cuentos “Apócrifos”: “¿Qué es Sodoma? Decís que es una ciudad viciosa. Pero cuando los sodomitas luchan, no lo hacen por sus vicios, sino por algo que fue o que será mejor. Hasta el peor puede sacrificarse o caer por los demás. Sodoma somos todos nosotros.”

¿Realmente tienen remedio nuestras ciudades? Sí. El remedio somos todos nosotros. ¿No lo crees paisana?

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¿Se puede medir la seguridad?

Ilustración de Richard Sala


Alguno de mis maestros de matemáticas, seguramente el profe Reyes de la Federal 2, al explicarnos por qué los números son abstractos, argumentaba que no tenían existencia fáctica y después preguntaba si alguno de nosotros había comprado alguna vez kilos de 5 o si alguien había orinado un 2.

Así de abstracta nos parece en ocasiones la seguridad pública. Es un tema que implica tantos factores que se asemeja a la sombra de la idea de un concepto, o sea, que nos da la impresión de ser una masa amorfa compuesta de algo así como el ecto-plasma. En otras palabras, no nos es sencillo captar la complejidad de los contenidos que se engloban en eso que denominamos “seguridad”. Y por ello consideramos que esa cosa no se puede medir.

Claro que conocemos de las famosas estadísticas sobre incidencia delictiva, que establecen la frecuencia con la cual se cometen ciertos delitos en un momento y lugar determinados, pero también es cierto que cuando las observamos, entendemos que se refieren sólo a uno de los aspectos de la seguridad pública y que quedan fuera muchos otros. Algo similar ocurre con las encuestas de victimización y las opiniones sobre la confianza en las autoridades.

Ahora, si tales estadísticas son presentadas por las autoridades, sean federales, estatales o municipales, muchos de nosotros de inmediato suponemos que están amañadas o que al menos se refieren a resultados fragmentarios que favorecen la gestión de quien las presenta.

Por otro lado, cuando alguna organización de la sociedad civil o las comisiones de derechos humanos emiten algún reporte sobre prevención, persecución del delito o violaciones a derechos fundamentales, muchas autoridades se aprontan a desmentir los resultados a como dé lugar. Con ello, tanto de un lado como del otro se abona a la desconfianza.

Ha habido varios esfuerzos por presentar indicadores globales que nos acerquen a la realidad del tema de seguridad pública, pero el que me parece más interesante es el Índice sobre el Entorno de la Inseguridad en los Estados elaborado por la Escuela de Graduados en Administración y Política Pública (EGAP) del Tecnológico de Monterrey, y publicado el pasado mes de mayo. Según su propia presentación, el índice descompone el problema de la inseguridad y violencia en un conjunto de acciones de tres actores clave: los delincuentes, la sociedad y las autoridades. Entendiendo que las acciones de estos actores se condicionan de manera recíproca.

Bajo esta premisa, se busca responder a dos preguntas: ¿cuál es el impacto de la incidencia delictiva en la sociedad? y ¿en qué medida las capacidades institucionales de los estados ayudan a la contención de los delitos?  Para responderlas se desarrollaron tres subíndices, el relativo a incidencia delictiva, el subíndice de desconfianza, percepción y efectos de la inseguridad, y el referente a rezagos institucionales y sociales. Entre todos ellos suman 127 indicadores, con información recabada entre 2008 y 2011, que componen el Índice sobre el Entorno de la Inseguridad en los Estados.

En el ranking general del índice, de las 32 entidades federativas en México, Sinaloa ocupa el lugar número 24, en el entendido de que quien ocupa el lugar número 1 es el estado mejor calificado, en este caso Baja California Sur. Si verificamos cada subíndice, en el caso de incidencia delictiva Sinaloa ocupa el lugar 27; en el relativo a desconfianza, percepción y efectos de la inseguridad tiene el puesto número 21; y en materia de rezagos institucionales y sociales alcanza el peldaño 13.

Contrastando los subíndices entre sí, encontramos que Sinaloa es un estado en el cual la incidencia delictiva es alta y los efectos de la inseguridad también son altos. En otras palabras, la frecuencia de la criminalidad y su percepción empatan, pues ambas son consideradas “graves”. Por otro lado, siendo Sinaloa un estado con alta incidencia, se considera de baja debilidad en cuanto a los rezagos institucionales y sociales, lo cual significa la existencia de áreas de oportunidad. Pero, esta circunstancia está limitada por el hecho de que en Sinaloa la desconfianza en las autoridades es alta.

Esta medición no es una opinión personal, es un riguroso ejercicio metodológico de una prestigiada institución educativa en nuestro país. La conclusión es clara, el problema de la inseguridad en Sinaloa es grave y así también se percibe por la sociedad. Y el problema no se arregla sólo con jefes de policía caradura, comprando tanques de guerra, haciendo declaraciones oportunistas o metiendo la cabeza en el suelo. Para empezar a construir soluciones hay que reconocer que las cosas están mal. Eso, por sí mismo, significaría un avance.

¿Tú crees que Malova se trague esa píldora paisano? Yo tampoco.

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Friday, October 04, 2013

 

Los números de la inseguridad y la Guerra de las Galaxias



En los últimos días el INEGI ha dado a conocer los resultados de un par de encuestas relacionadas con las actitudes y opiniones que generaron en 2012 y 2013 los temas de seguridad: la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2013 (ENVIPE) y la Encuesta Nacional sobre Seguridad Pública Urbana de septiembre de 2013(ENSU).

Ambos instrumentos generaron información a nivel nacional y por entidad federativa sobre el desempeño de las autoridades, sensación de inseguridad por temor al delito, expectativa social sobre tendencias criminales, cambio de rutinas cotidianas por temor a ser víctima, percepción del desempeño de las autoridades y atestiguación de conductas antisociales.

La ENVIPE arrojó, entre sus resultados principales, que la cifra negra de la criminalidad, es decir, aquellos crímenes que se ejecutan pero no se denuncian, alcanzó durante 2012 un 92% del total de delitos cometidos, que significa una cifra similar a la registrada en los dos años anteriores. Las principales razones para no presentar una denuncia fueron que se considera una pérdida de tiempo, además de la falta de confianza en las autoridades. En nada ayuda que más de la mitad de los encuestados que sí presentaron denuncia manifestaron que no pasó nada o que no se resolvió nada.

Por otro lado, la percepción de inseguridad entre marzo y abril de 2013 entre las personas de 18 años y más, fue del 72%, lo que representa un incremento respecto de 2011 y 2012. Frente a este resultado, no es de extrañarnos que también se haya detectado un incremento en la tasa de delitos, que para 2012 fue  calculada en 35 por cada cien mil habitantes. Según el INEGI, el aumento se debe a que se registraron mayores cantidades de robos en la vía o transporte públicos, extorsiones y robos de vehículo.

Sinaloa no fue la excepción. La tasa de víctimas en el estado por cada cien mil habitantes pasó de 23.8 en 2011 a 26.1 durante 2012; mientras que la tasa de delitos por cada cien mil habitantes aumentó de 29.8 a 33.2 en el mismo periodo; aunque ambas tasas se mantienen por debajo de la nacional. En cambio, el porcentaje de personas mayores de edad que percibieron a Sinaloa como estado inseguro alcanza por segundo año consecutivo el 77%, cinco puntos por encima de la media nacional.

Por su parte, la ENSU consigna que, a nivel nacional, las personas mayores de edad que residen en las capitales o ciudades seleccionadas, en los últimos tres meses han visto o escuchado situaciones como consumo de alcohol en las calles (71%), robos o asaltos (66%) o vandalismo (56%). Y la expectativa que tienen sobre las condiciones de la seguridad pública para los próximos meses es que seguirá mal (37%) o empeorará (24%).

De acuerdo con este instrumento, el 64.5% de los encuestados modificó, en los últimos tres meses, el hábito de llevar cosas de valor, mientras que el 50% dejó de caminar por los alrededores de su vivienda después de las ocho de la noche y muy cercano a este valor, el 48.5% manifestó que ya no permiten que sus hijos menores de edad salgan de su casa. La percepción respecto del desempeño de las policías estatales y municipales es que son poco efectivas (39%) o bien, nada efectivas (27.5%).

En otras palabras paisano, más clarito y sin que tengas que sacar la calculadora, ¿recuerdas el diálogo entre Han Solo y Luke en “El Regreso del Yedi” cuando lo descongelan y capturan a Skywalker? Pregunta Solo “¿cómo vamos?” Y responde Luke “igual que siempre” a lo que Han atina a decir “¿Tan mal?”. Así estamos, igual que siempre, igual de mal.

La idea general que muchos mexicanos tenemos es que los niveles delictivos siguen siendo altos, con tendencia a incrementarse. En consecuencia pensamos que hay muchas víctimas y que las autoridades no hacen nada o no hacen lo suficiente. Y las cifras dadas a conocer por el INEGI parece que lo confirman.

Dice la ENVIPE que el costo del delito en México durante 2012 se calculó en 215 mil millones de pesos, lo que representa el 1.34% del Producto Interno Bruto del país. Esto es cierto pero no es suficiente. Existen otros impactos no calculables en números. El costo del delito también es la enorme desconfianza social en las autoridades, la corrupción imparable en corporaciones, agencias y tribunales, el dolor de cada una de las víctimas, la destrucción, alteración o lesión del tejido social, la indiferencia hacia las tragedias ajenas, la infame “cultura del narco” y, por supuesto, la asfixiante, la desesperante impunidad.

¿O a ti el delito no te cuesta nada paisano?

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