Thursday, November 29, 2012
¿Y dónde está el policía?
Allá por los años setenta del siglo pasado, el caricaturista Abel Quezada publicó un cartón en el cual reflexionaba que si en México existía policía de caminos, de aduanas, la secreta, forestal, municipal y judicial, entonces por qué cuando uno necesitaba un policía nunca lo encontraba. Desde entonces muchas de las corporaciones han dejado de existir y se concentraron en dos categorías, preventivos e investigadores. Las primeras se replican en los tres órdenes de gobierno y las segundas existen como auxiliares del Ministerio Público tanto estatal como federal.
La policía es un invento netamente urbano. Nace con las ciudades y se les encomienda su cuidado. Durante el siglo XIX en nuestro país no era raro que tuvieran a su cargo la vigilancia de las pesas y balanzas en los mercados públicos o que verificaran que se impartieran clases en las escuelas. Por esta razón es que los primeros órganos a los cuales se les asigna la seguridad pública como tarea, son las policías municipales. La otra policía, la judicial, se encargaba de la investigación de los delitos.
En materia preventiva primero nace la corporación municipal y hasta mucho tiempo después se le inserta dentro de una secretaría de seguridad pública. Y estas policías anteceden también a las fuerzas estatales de prevención del delito, las que son creadas recientemente como respuesta a las necesidades de mejorar la capacidad de respuesta de los estados. Por el lado del órgano de investigación en apoyo del Ministerio Público, éste sufrió un cambio de nomenclatura al pasar a convertirse en policía ministerial.
Así pues, nuestras policías no han sido estáticas en cuanto a su denominación, estructura y funcionamiento. Pero el cambio que propuso el Presidente Enrique Peña Nieto ha dominado buena parte de la discusión pública desde el momento en que fue dado a conocer.
La iniciativa Peña Nieto fue presentada por el diputado José Sergio Manzur Quiroga y fue suscrita por integrantes de los grupos parlamentarios del PRI y del PVEM. En palabras de sus promotores, la propuesta promueve la “desaparición de la Secretaría de Seguridad Pública, a fin de que las tareas en esta materia, de Policía Federal, así como las del sistema penitenciario federal y de prevención del delito se transfieran para su coordinación a la Secretaría de Gobernación”.
El diagnóstico que acompaña a la iniciativa destaca que el aumento del crimen organizado orientó al gobierno a fortalecer la Policía Federal. A pesar de ello, la situación actual de violencia recurrente sigue atentando contra la libertad y tranquilidad de la población. En consecuencia, se razona, es necesario aprovechar los lazos de coordinación de las diversas instancias de los tres niveles de autoridad para dar una respuesta eficaz en el tema de seguridad, que constituye en sí mismo un tema de gobernabilidad. Y la entidad que puede hacerlo de mejor manera es la Secretaría de Gobernación.
Ahora se propone que a la SEGOB le corresponda: 1) formular y ejecutar las políticas, programas y acciones en materia de seguridad interior de la Nación; 2) proponer al Ejecutivo Federal la política criminal y la congruencia de ésta entre las dependencias de la Administración Pública Federal; 3) coadyuvar a la prevención del delito; 4) proteger a la población ante todo tipo de amenazas y riesgos; 5) preservar las libertades, el orden y la paz públicos; 6) presidir el Consejo Nacional de Seguridad Pública en ausencia del presidente de la República; 8) proponer las políticas y lineamientos en materia de Carrera Policial; 9) presidir la Conferencia Nacional de Secretarios de Seguridad Pública y designar tanto a quien presidirá la Conferencia Nacional del Sistema Penitenciario.
Las reacciones no se hicieron esperar. Por un lado se escucharon voces que advertían del regreso a modelos del pasado y del otro se expresó el fracaso de la administración anterior en la materia, que daba lugar a la necesidad de efectuar los cambios. Tal vez la opinión más perspicaz fue sintetizada en el titular de La Jornada del día 15 de noviembre pasado, “Elimina Peña el juguete de Calderón y García Luna”. Con ello se ubica la decisión en el área política más allá de consideraciones dogmáticas o pragmáticas. De esta manera fue recibida también la iniciativa por los legisladores, en el campo político. Tras su paso por la Cámara de Diputados, enfrenta objeciones en la Cámara de Senadores.
A fin de cuentas parece apropiado. Después de todo, no debemos olvidar que “policía” y “política” tienen el mismo origen, al menos etimológico. Ambas derivan del vocablo griego “polis”, ciudad, y desde entonces han estado trágica e indisolublemente vinculadas.
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¿Las víctimas tienen derechos?
Cuando los pueblos de la historia establecieron reglas para limitar el derecho de venganza de quienes se veían afectados por una conducta antisocial, tuvieron que tomar decisiones trascendentales que siguen influyéndonos hasta nuestros días. Construyeron órganos para perseguir y castigar a los culpables, ceremonias e instituciones para ejecutar las penas impuestas, pero la decisión fundamental fue que las instituciones sustituirían a los ofendidos en la pretensión de llevar a cabo justicia.
De esta manera, los sistemas de enjuiciamiento criminal en todo el mundo se constituyeron con la ausencia de uno de los actores principales del drama penal, la víctima. Durante mucho tiempo la única intervención que tenían en las indagaciones y el propio juicio era como simples testigos de los hechos ocurridos.
Al mismo tiempo, la voz de las víctimas fue encontrando otros espacios de expresión como la protesta pública y los medios de comunicación. Poco a poco fueron acercándose de nuevo a las instituciones que deseaban escucharlas, como las organizaciones sociales y las comisiones de derechos humanos.
Claro que hubo otras que se encerraron en una interpretación restrictiva de las leyes y no querían ver a las víctimas sino para tomarles declaración. Costó mucho trabajo empezar a cambiar esta visión para que dependencias como el Ministerio Público se abrieran a prestar servicios de atención a víctimas y aún así, los investigadores se sentían incómodos con la presencia de los ofendidos para saber del avance de las indagatorias.
Entonces empezaron los cambios legislativos. Para no dejar lugar a dudas sobre el nuevo rol de la víctima en el sistema penal, en 1998 se expidió la Ley de Protección a Víctimas de Delitos de Sinaloa. En ella se estableció que dicha protección consiste en asesoría jurídica, atención médica y psicológica, apoyos materiales y para la obtención de empleo, así como protección física o de seguridad. Por otro lado, la Ley reconocía el derecho de la víctima a coadyuvar dentro del procedimiento penal para la comprobación del delito y la responsabilidad del indiciado, así como la reparación del daño sufrido, eso sí, siempre y cuando se sujetara a la pertinencia de los planteamientos que formulara.
La idea de reconocer los derechos de las víctimas llegó hasta la Constitución y en el año 2000 fue reformada en su artículo 20 para incorporar un apartado “B” que enlistaba dichas prerrogativas. Esta sección se transformó en el apartado “C” del mismo precepto constitucional a raíz de la reforma del año 2008, con la cual se agregaron el derecho a solicitar las providencias necesarias para la protección y restitución de sus derechos, así como el derecho a impugnar ante un juez las omisiones del Ministerio Público en la investigación de los delitos y en la determinación de los expedientes.
Con base en estas reformas constitucionales, desde 2002 el Poder Judicial Federal ha interpretado progresivamente los alcances del artículo 20 para decidir que el ofendido o víctima de un delito tiene que ser considerado parte dentro del procedimiento penal, con la posibilidad de defender oportunamente sus intereses en cualquier estado del juicio, con independencia de que el juez lo reconozca como coadyuvante del Ministerio Público (tesis número de registro 186204). Lo cual significa, por ejemplo, que tiene derecho a ofrecer pruebas tanto en la averiguación previa como en el proceso penal (tesis número de registro 161422).
Bajo esta misma óptica, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en sesión celebrada el 26 de septiembre de este año, resolvió por tres votos a favor y dos en contra, que la víctima de un delito está legitimada para acudir al juicio de amparo cuando considere violentados sus derechos y no solamente cuando solicite la reparación del daño.
Durante la sesión, el Ministro Guillermo Ortiz Mayagoitia manifestó: “Contrariamente a lo que propone este proyecto, mi criterio personal es que la víctima de un delito no tiene legitimación para reclamar en amparo las cuestiones atinentes a la aplicación de agravantes del delito, porque esto no incide directa, ni indirectamente en el tema de la reparación del daño. La aplicación que haga el juzgador de las calificativas del injusto penal, tendrá injerencia en la pena que se impondrá a la gente, pero esto en modo alguno afecta los derechos del ofendido. Hago énfasis en que este asunto se rige todavía por las disposiciones del artículo 20 constitucional, apartado C, el cual confiere derecho a la víctima, pero únicamente en lo que se refiere a reparación del daño.”
En defensa de su proyecto, la Ministro Ponente, Olga Sánchez Cordero, sostuvo “… para mí la víctima sí tiene legitimación para impugnar calificativas de delito u otros aspectos, no solamente la reparación del daño, la línea argumentativa del proyecto adicionalmente se hace cargo de convenciones internacionales, así como de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por lo que yo en esta línea argumentativa sí sostendré el proyecto para darle legitimación a la víctima en este tipo de asuntos.”
La discusión es relevante no sólo por la decisión a la que arribó sino porque pone de manifiesto la diversidad de ideas que giran en torno a los derechos de las víctimas. Lo que finalmente nos indica que el tema se encuentra lejos de estar agotado y que su defensa no es cuestión que hay que asumir como dada. Al contrario, este es un tópico esencial en la construcción de un nuevo sistema de justicia penal, tanto o más importante que la oralidad.
Ahora, la mejor manera de defender estos derechos es ejercerlos. La decisión de la Corte abre una nueva avenida para que los abogados, organismos públicos y sociales que defienden los derechos humanos de las víctimas puedan acudir a los tribunales a pelear en la trinchera del litigio por las prerrogativas de todos nosotros.
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¡Ay Justicia ya no eres diosa! Pero sigues siendo ciega
Pocas palabras evocan tantos significados y convocan a tantas personas como justicia. Quizás en ese selecto grupo la acompañen democracia y libertad. Justicia tiene tantos contenidos que hay quien afirma que es una palabra hueca y cada quien le asigna el significado que quiere. Precisamente por ello no puede decirse que la justicia es coto exclusivo de abogados o políticos. La justicia, al menos como producto cultural, concierne a todos.
Entre los pueblos griegos de la antigüedad las diosas de la justicia fueron numerosas: Hécate, entre muchos de sus atributos, figuraba como espíritu vengador de las mujeres heridas. Némesis era la justicia retributiva y guardiana del equilibrio universal. Atenea, nacida del cráneo de Zeus, representaba la justicia racional, lógica, coherente. Themis, la diosa de las leyes eternas y los ojos vendados, así como Niké, su hija, que representaba a la justicia terrenal que todo lo veía. En cualquiera de sus formas la justicia era un aspecto de la divinidad, el ser humano debía solicitar su intervención para orientar sus decisiones.
Los romanos, prácticos por encima de otras cosas, decían que la justicia consistía en dar a cada quien lo suyo. Esta es una definición de tribunal que presupone averiguar qué es lo suyo de cada quien. Es decir, para que un juez dé a una persona lo suyo, primero debe establecer qué es eso suyo y por qué es suyo. Esta justicia humana tiene una fuerte presencia del concepto de propiedad.
El cristianismo coloca a la justicia como uno de los atributos de Dios. Con ello, la idea de una justicia guía, que constituye un valor para orientar la conducta de los hombres, se reafirma. Además, gana terreno la concepción de una justicia divina, basada en normas eternas e inmutables, distinta de la justicia humana, voluble y errática, fundada en leyes temporales y cambiantes.
A partir del siglo XIX se abre paso la dimensión social de la justicia. Se habla de relaciones con la distribución de la riqueza, los derechos humanos, las estructuras y formas de producción. Además, se incorpora la desmitificación de los jueces y tribunales, iniciada por el humor popular, y se critica su actuación tanto desde el punto de vista teórico como el práctico.
La pregunta ¿qué es la justicia? acompaña a muchas personas durante toda su vida. Hans Kelsen al tratar de responderla concluyó que no podía aspirar a conocer la justicia absoluta sino la relativa, su justicia, y por ésta entendía “aquello bajo cuya protección puede florecer la ciencia y, junto con la ciencia, la verdad y la sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia.”
Hace décadas que en México la justicia está en crisis. En numerosas ocasiones carece de credibilidad, la corrupción corroe sus entrañas, parece que no responde a sus responsabilidades sociales. Con frecuencia vemos expuestos públicamente sus errores y se critica hasta el cansancio la decisión que no se apega a la postura de los incansables “opinólogos” profesionales.
Pero también la justicia de Kelsen está en entredicho, esa justicia personal, propia de cada quien. Nuestra vivencia personal de la justicia deja mucho que desear. La “ajena” violencia intrafamiliar, la “inocua” burla hacia los diferentes o la apatía “neutral” hacia los acontecimientos sociales, son indicadores que nos alertan sobre la deshumanización de la justicia. El desapego familiar justificado en el cansancio eterno de las jornadas laborales o el reclamo de los padres de que ellos también tienen derecho a disfrutar.
Esta abulia frente a lo que significa vivir en comunidad, ha hecho ya que muchos de nuestros hogares sean el sitio primario de agresiones verbales, físicas y sexuales. ¿Qué hacemos cada uno de nosotros en nuestra parcela de justicia? ¿Por qué preferimos mirar la casa de enfrente para emitir juicios inapelables? ¿Qué deseamos realmente cuando gritamos que queremos justicia?
Hace algunos años atendí a una pareja ya mayor que tenía quejas sobre una averiguación previa y los ministerios públicos. El problema derivaba de un conflicto con su vecino. Ambas partes se habían denunciado mutuamente. Los señores no se sentían satisfechos con el trabajo de ninguno de las cuatro agencias del Ministerio Público que sucesivamente habían llevado el trámite de la indagatoria a pedido de ellos. Al final manifestaron que deseaban que otra agencia prosiguiera su caso, pero que lo que verdaderamente querían era saber cómo se iba a resolver el asunto. Dirigiéndome al señor le dije “mire amigo, tanto el expediente suyo contra su vecino, como el de su vecino en contra suya se van a resolver conforme a derecho”. El señor se dejó caer encorvado en su asiento. Con su mano derecha levantó la parte posterior de su sombrero haciendo que el ala delantera se clavara hasta las cejas y se rascó la nuca. Después de unos segundos me dijo “pues eso está muy mal señor Procurador”, lo que me causó sorpresa y una sonrisa. “No lo entiendo” le respondí, “casi siempre el reclamo que escucho y la petición que nos hacen es que los casos se resuelvan conforme a derecho, pero eso no está bien para usted”. Entonces, con voz de preocupación dijo “es que si resuelven conforme a derecho me van a meter a la cárcel y eso está muy mal”.
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